2001, caída del Otro y defensas políticas del presente argentino
Hay crisis que se cuentan con números —desempleo, inflación, deuda— y hay crisis que se cuentan con el cuerpo. El 2001 pertenece a esta segunda clase. No porque los números no importen, sino porque lo que se quebró no fue solo un orden económico: se quebró un suelo simbólico, esa confianza mínima sin la cual la vida social se vuelve intemperie. La experiencia colectiva no fue únicamente “perder”; fue sentir que las reglas podían deshacerse de un día para otro, que el esfuerzo no garantizaba nada, que la promesa del tiempo —trabajo hoy, mañana mejor— podía volverse una broma cruel. Se perdió algo difícil de nombrar sin caer en frases gastadas: se perdió confianza en la continuidad. Y cuando se pierde la continuidad no aparece solo miedo; aparece una mezcla de desamparo y humillación.
Freud, en Duelo y melancolía, ofrece una distinción que sirve para pensar épocas. En el duelo, la pérdida se reconoce y se trabaja: se la recorre, se la llora, se la simboliza, y con el tiempo el mundo vuelve a ser investible. En la melancolía, en cambio, la pérdida queda adherida: algo se perdió, pero no se elabora del todo; la energía se empobrece, el futuro se oscurece, y aparece un reproche que puede dirigirse hacia uno mismo o hacia los otros. Trasladada al plano social —sin patologizar “a un país” como si fuese un individuo—, esta diferencia permite leer el 2001 como una escena que dejó restos melancólicos: un tono afectivo de sospecha, un hábito de desconfiar, una dificultad para esperar sin anticipar catástrofe. No es que la sociedad quede inmóvil; es que aprende defensas.
Lacan afila el tipo de quiebre: en estas escenas cae algo del Otro como garante. El Otro —en sentido amplio— no es “el Estado” solamente; es el conjunto de instituciones, reglas, relatos y continuidades que vuelven legible el mundo y le dan una escena al deseo. Cuando el Otro se muestra inconsistente, emerge la angustia: no saber qué esperar, no saber qué vale, no saber quién sostiene. Y la angustia, por definición, exige una salida rápida. Si hay elaboración, esa salida puede tomar la forma de duelo, reconstrucción institucional, invención comunitaria. Si no la hay, la salida suele ser defensiva: cinismo, repliegue, odio, compra urgente de certezas.
Aquí Maté funciona como bisagra. Su insistencia desplaza el foco del hecho al efecto: el trauma no es solo lo que ocurrió; es lo que queda adentro como consecuencia de lo ocurrido. Es una herida interna que deforma la libertad de respuesta en el presente. Desde esa herida se entiende la lógica del alivio: la adicción no sería amor por una sustancia, sino amor por la tregua que promete. No se busca tanto placer como silencio: bajar el dolor, anestesiar la tensión, suspender por un rato la soledad o la angustia. Y esa estructura —sin banalizarla— puede trasladarse al plano colectivo: también hay “adicciones” sociales, no porque la política sea literalmente una droga, sino porque ciertos relatos y climas funcionan como analgésicos simbólicos. Prometen calma inmediata. Y como todo analgésico, pueden aliviar sin curar; tapar sin elaborar; calmar y, a la vez, enfermar.
Con este marco, la política argentina posterior al 2001 puede leerse como una disputa por modos de tramitar la herida: reparación, anestesia, frustración, defensa punitiva. No como una línea recta ni como un tribunal moral, sino como una economía afectiva organizada alrededor de una misma pregunta: ¿quién cuida?, ¿qué sostiene?, ¿dónde se apoya el deseo cuando el tiempo se volvió sospechoso?
Reparación real e incompleta: el kirchnerismo como posibilidad de duelo
El kirchnerismo aparece para muchos como un momento de reparación. Reparar no es “hacer perfecto”; reparar es devolver condiciones mínimas para que la vida deje de ser pura supervivencia. Cuando baja la intemperie material, el cuerpo social respira; cuando vuelve un horizonte, el tiempo vuelve a ser habitable. En términos freudianos, la reparación habilita el duelo: crea un margen para simbolizar, para reconstruir relatos, para volver a invertir energía en proyectos. La política deja de ser solo amenaza o administración y recupera algo de su dimensión estructurante: la capacidad de ofrecer futuro.
Pero toda reparación deja restos. Y ese resto es políticamente decisivo, porque allí suele incubarse lo que vuelve. El alivio puede ser real y, al mismo tiempo, incompleto por límites estructurales —fragilidades económicas, desigualdades persistentes, tensiones globales— y por tensiones político-culturales —dificultad para estabilizar legibilidad, polarización, incapacidad de producir confianza transversal. Una sociedad herida necesita pertenencia, sí, pero también necesita reglas que no dependan únicamente de identidades intensas o figuras. Si el sostén simbólico se personaliza, el lazo se vuelve vulnerable: se ama y se odia con la misma fuerza, pero cuesta construir un suelo común estable. El resto melancólico —la sospecha, el cansancio, la intuición de fragilidad— no desaparece: queda disponible.
Normalidad como ansiolítico: el macrismo y el alivio que duele
El macrismo puede pensarse como una promesa de normalidad: orden, previsibilidad, fin de la pelea, mundo adulto. En sociedades fatigadas, la normalidad es un sedante poderoso: ofrece descanso, baja la intensidad moral del conflicto, promete una administración sin sobresaltos. En el lenguaje de Maté: ofrece alivio.
El problema aparece cuando la normalidad funciona como anestesia: calma por relato, pero hiere por experiencia, o reabre vulnerabilidades. Y aparece también un mecanismo freudiano delicado: la melancolía suele venir acompañada por una moral feroz, una voz que acusa. Traducida al plano social, esa voz moraliza el sufrimiento: mérito/culpa, éxito/fracaso, “si te va mal es porque algo hiciste”. La moral agrega vergüenza al dolor. Y la vergüenza no elabora: aísla. A escala colectiva, el aislamiento fabrica resentimiento. En lugar de comunidad, competencia; en lugar de duelo, reproche; en lugar de cuidado, sospecha.
Desde Lacan puede decirse de otro modo: cuando el deseo se empobrece porque el futuro no es confiable, el sujeto se aferra al goce. Uno de los goces contemporáneos es el de “ser eficiente”, “no necesitar”, “no pedir”. Ese goce puede estabilizar a algunos, pero si se vuelve moral pública, produce crueldad: contra uno mismo y contra los otros. Así, el alivio se vuelve dañino: no cura la herida; la endurece.
Frustración y ruina del creer: el albertismo como quiebre afectivo-político
La frustración posterior puede leerse como un quiebre afectivo-político: más que la suma de crisis, la vivencia de que la recomposición no se vuelve horizonte estable. Y allí algo se rompe: la capacidad de creer.
La bronca todavía cree en algo (aunque sea en pelear); la desilusión no cree: se retira. Aparece el “da lo mismo”. Freud diría: el duelo se interrumpe y la melancolía se vuelve ambiente; el futuro se empobrece, la energía se retira de lo común. Lacan diría: el Otro aparece inconsistente, y la angustia pide un significante fuerte que ordene la escena. Sostener la falla del Otro —sostener la complejidad, sostener tiempos largos— es difícil, más aún en una sociedad cansada. En ese terreno, se vuelve tentador comprar soluciones de simultaneidad: “todo ya”, “corte total”, “se termina”.
Ilusión libertaria como defensa: fantasma, objeto a y discurso del Amo
En ese umbral, la ilusión libertaria puede comprenderse como defensa colectiva orientada al alivio inmediato. No se trata solo de un programa: se trata de la función afectiva de un relato. Lacan permite entender por qué engancha con tres herramientas.
El fantasma arma una escena simple donde el mundo vuelve a ser legible. Roles claros, culpables claros, final claro. Si el trauma deja caos, el fantasma ofrece guion. Y el guion calma.
El objeto a nombra aquello que se desea sin saber del todo qué es, la causa que imanta. En épocas de herida, lo que se compra en política no suele ser solo prosperidad: se compra control, pureza, pertenencia, dignidad recuperada; a veces, castigo. Se compra la promesa de dejar de sentir vergüenza, de recuperar mando sobre el tiempo, de salir de la humillación. Es una promesa afectiva profunda. Por eso no se discute únicamente: se anhela.
El discurso del Amo es el significante que ordena el caos (casta, motosierra, orden, libertad, etc.). Ese significante funciona como llave total: explica todo, reduce complejidad, absorbe angustia. Su fuerza es su simpleza.
El riesgo es el precio. Cuando el alivio se compra al costo de degradar el cuidado, se destruye la infraestructura misma de la libertad real. Si la vulnerabilidad se vuelve culpa, si la necesidad se vuelve sospecha, si el cuidado se convierte en “curro” o “debilidad”, el lazo se rompe. Y cuando el lazo se rompe, el trauma se reproduce: se confirma el peor aprendizaje del 2001, “nadie cuida a nadie”. Entonces el analgésico pide más dosis: más odio, más simplificación, más castigo, más pureza. Se entra en una espiral adictiva.
Aquí aparece el punto más oscuro: el goce punitivo. No el placer, sino esa satisfacción amarga que se vive como justicia: castigar al otro, humillarlo, hacerlo pagar. Cuando una sociedad goza castigando, no está sanando: está repitiendo su herida en forma de venganza. Freud lo leería como triunfo del superyó; Lacan como goce que captura al sujeto y lo vuelve dependiente de la escena del castigo.
Sanar: duelo colectivo, cuidado e instituciones, comunidad organizada
La salida, entonces, no puede ser un sermón moral ni una nostalgia. Si se sigue a Maté, nadie se desengancha de una adicción al alivio solo con “racionalidad”: se desengancha cuando cambia el entorno de cuidado. Si se sigue a Freud, no hay curación sin duelo: sin reconocer pérdidas, sin simbolizar, sin atravesar tiempo. Si se sigue a Lacan, no hay salida tapando la falta con un amo: hay salida construyendo un orden simbólico más habitable, donde el deseo no tenga que convertirse en crueldad.
Traducido a política: sanar la herida implica reconstruir dos pisos.
Piso de cuidado como infraestructura de libertad real: salud, educación, trabajo, vivienda, redes de sostén, acompañamiento en consumos y salud mental, políticas que reduzcan intemperie. Cuidar no es caridad: es condición de posibilidad de la autonomía.
Piso de legibilidad institucional y comunidad: reglas comprensibles, continuidad, mediaciones, espacios donde el conflicto no destruya el vínculo. Comunidad no como mito romántico, sino como práctica cotidiana: clubes, barrios, cooperativas, organizaciones, redes de recuperación y apoyo. Lugares donde el sufrimiento no se vuelve culpa, y donde pedir ayuda no degrada, sino reintegra.
La esperanza, en este marco, no es optimismo: es práctica. Es insistir en que la herida no gobierne. Es construir un “nosotros” que no sea uniformidad, sino cuidado recíproco. Porque una sociedad no se cura cuando triunfa un relato; se cura cuando vuelve posible —en la vida común— lo que el trauma interrumpió: confiar sin ingenuidad, desear sin vergüenza y sostenerse sin crueldad.


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