Hay una operación política tan eficaz como silenciosa: reemplazar la palabra pueblo por gente. Suena menor, casi un detalle de estilo. Pero no lo es. “Pueblo” nombra un sujeto histórico que se organiza, disputa sentidos, construye instituciones y derechos. “Gente”, en cambio, nombra una suma de individuos: vidas paralelas unidas apenas por la proximidad, el consumo o la bronca. Esa sustitución no es neutra: desarma la posibilidad misma de lo colectivo y la reemplaza por una moral de lo privado. En clave de ilusión libertaria, “gente” se vuelve la forma amable de una política que promete libertad mientras recorta el terreno donde la libertad puede ser algo más que una palabra.
La ilusión libertaria no nace de la nada: prospera porque toca una fibra real. Hay hartazgo, cansancio, sensación de estafa, una experiencia extendida de que “la política” es sinónimo de privilegio, cinismo o fracaso. La ilusión toma ese dolor y lo traduce en una escena simple: de un lado la gente (honesta, trabajadora, silenciosa); del otro, la casta (parásita, corrupta, ruidosa). La trama es potente porque parece moralmente indiscutible: ¿quién no querría estar del lado de la gente? El problema es que, cuando esa dicotomía se instala como sentido común, deja fuera algo decisivo: la sociedad no es un conjunto de individuos aislados defendiendo su metro cuadrado; es una red de interdependencias atravesada por conflictos materiales, culturales y territoriales. Y es justamente ahí donde el “pueblo” importa.
- “Gente”: un sujeto sin historia
“Gente” sugiere universalidad: todos caben ahí. Pero esa universalidad es tramposa, porque se construye vaciando diferencias. En “la gente” no hay clases, no hay posiciones de poder, no hay asimetrías estructurales: hay comportamientos. El problema deja de ser quién concentra riqueza o quién define reglas, y pasa a ser quién “se esfuerza” y quién “vive del Estado”. La injusticia se vuelve una cuestión de mérito; la desigualdad, un resultado “natural” de talentos distintos; la exclusión, un costo de la libertad.
En ese marco, “gente” funciona como un significante despolitizador. No convoca a organizarse: convoca a indignarse. No invita a deliberar: invita a sospechar. No promueve la construcción de proyectos compartidos: promueve la defensa individual ante un enemigo difuso. Es un sujeto emocional, no histórico. Y esa emocionalidad es combustible perfecto para un programa que necesita que las mayorías se vivan como individuos en competencia, no como comunidad con derechos.
- “Pueblo”: lo común como conflicto y construcción
“Pueblo” no es una palabra inocente, y por eso incomoda. Carga memoria, luchas, contradicciones. No es “buena gente”: es un sujeto que se forma en la pelea por reconocimiento, trabajo, dignidad, soberanía, igualdad. El pueblo no nace dado: se articula. Y se articula siempre en tensión: con sus propios límites, con sus fracturas, con sus disputas internas.
Por eso el pueblo necesita organización e instituciones. No como fetiches burocráticos, sino como tecnologías colectivas para defenderse de la intemperie. Donde la ilusión libertaria ve “trabas”, el pueblo ve “reglas” que pueden ser injustas, sí, pero también disputables; puede reformarlas, democratizarlas, ampliarlas. El horizonte del pueblo no es el individuo blindado: es el individuo con otros, sostenido por una trama que lo excede y lo hace posible.
- La ilusión libertaria: libertad sin suelo
La promesa libertaria suele decir: “te devuelvo lo tuyo”. Pero esa frase es la puerta de entrada a una paradoja: ¿qué es “lo mío” en una sociedad? ¿Mi salario es solo mío o también es fruto de un sistema educativo, sanitario, jurídico, de infraestructura, de seguridad, de cooperación social? ¿Mi emprendimiento es solo mérito o también depende de crédito, caminos, tarifas, normas, mercado interno, estabilidad? Cuando se responde “todo es mío”, la sociedad desaparece como condición de posibilidad. Queda un sujeto solitario frente a fuerzas enormes (mercado, inflación, monopolios, rentas, plataformas), sin herramientas colectivas para negociar.
La ilusión libertaria promete cortar con “intermediarios” y “chamuyos”, pero suele terminar fortaleciendo intermediarios mucho más duros: los que no se votan, no se auditan, no se discuten en asamblea ni en barrio, porque se presentan como “naturales”: precios, tasas, contratos, algoritmos, propiedad concentrada. Es una libertad sin suelo: parece vuelo, pero es caída.
- Del ciudadano al consumidor: la moral del contribuyente
Otra pieza del dispositivo “gente” es la figura del contribuyente como identidad superior: “yo pago, yo mando”. Lo que era ciudadanía (derechos y obligaciones compartidas) se convierte en una contabilidad moral. El que paga merece; el que recibe es sospechoso. Así, la política social deja de ser un modo de reparar desigualdades y pasa a ser una “concesión” a vagos. Se empobrece el lenguaje: ya no se habla de justicia, sino de premio y castigo.
Pero una comunidad que se piensa solo como caja registradora rompe su propio pacto. Porque la pregunta democrática no es “¿quién merece?”, sino “¿cómo garantizamos una vida digna para todos, incluso para quien hoy no puede?”. El “pueblo” entiende que la fragilidad es parte de la condición humana y que una sociedad se mide por cómo trata a quienes están en el borde. La ilusión libertaria, en cambio, suele transformar el borde en culpa.
- “Casta”: el enemigo útil que impide pensar el poder real
Denunciar privilegios es legítimo: los hay, y duelen. El problema es cuando “casta” se vuelve una etiqueta total que simplifica la estructura del poder. Entonces cualquier mediación democrática (sindicatos, movimientos, centros de estudiantes, organizaciones barriales, cooperativas) puede ser acusada de “casta”. Se vuelve sospechosa toda forma de organización popular, justo el corazón del pueblo como sujeto político.
Así, el enemigo se define de manera tal que el pueblo no pueda encontrarse consigo mismo. Porque si toda organización es “interés”, si toda representación es “curro”, si toda institución es “robo”, queda solo el individuo. Y un individuo solo es un individuo gobernable: sufre en privado, se enoja en redes, vota con bronca, vuelve a su casa. No construye poder. No produce historia.
- La dicotomía “gente vs pueblo” como disputa de sensibilidad
No es solo un debate conceptual: es una disputa de sensibilidad. “Gente” ofrece una estética de pureza: yo, mi familia, mi esfuerzo, mi orden. “Pueblo” ofrece una estética más compleja y, por eso, más verdadera: lo común es mezcla, conflicto, negociación, barro, fiesta, duelo, trabajo compartido, calle, barrio, sindicato, club, escuela, hospital. En la ilusión libertaria, ese barro aparece como “sucio”: hay que limpiarlo con motosierra moral. Pero lo que se llama “suciedad” muchas veces es vida social real: la trama donde se cocina la pertenencia.
Cuando se desprecia esa trama, se desprecia también lo popular como fuente de legitimidad. Y sin legitimidad popular, lo que queda es técnica, mercado o fuerza. O sea: un orden que no convence, sino que impone.
- ¿Por qué seduce la ilusión?
Porque simplifica. Porque ofrece un culpable claro y una salida rápida. Porque convierte un problema estructural en una batalla moral. Y porque promete algo emocionalmente irresistible: “nadie te va a cagar más”. Es entendible que seduzca cuando hay frustración acumulada. Pero que sea entendible no la vuelve verdadera.
La ilusión también seduce porque capta una experiencia real: muchas instituciones se burocratizaron, se alejaron, se volvieron autorreferenciales. Ahí hay autocrítica necesaria. El punto es que la solución no es dinamitar lo común, sino reconstruirlo: volver a acercar instituciones a la vida de la gente (en el sentido literal), democratizarlas, transparentarlas, hacerlas habitables.
- Del “pueblo” sin romanticismo: una propuesta
Defender “pueblo” no implica idealizarlo. El pueblo puede equivocarse, fragmentarse, ser contradictorio. Pero sigue siendo el nombre de una verdad política: sin organización popular no hay democracia viva. Lo que hay es administración de la desigualdad.
Recuperar “pueblo” hoy podría significar:
Volver a nombrar las relaciones de poder (trabajo, renta, precios, monopolios, endeudamiento, territorio).
Defender mediaciones que valen la pena (escuela, salud, clubes, sindicatos, cooperativas, organizaciones comunitarias) y reformar las que se degradaron.
Pasar de la indignación permanente a la construcción: proyecto productivo, cuidado social, seguridad democrática, federalismo real, derechos laborales del siglo XXI, economía popular con reglas claras y horizonte de movilidad.
Reponer una ética pública: no la moral del contribuyente contra el pobre, sino la responsabilidad de quienes gobiernan y de quienes concentran.
Cierre: una palabra para volver a juntarnos
“Gente” puede sonar cálida, pero a veces es el nombre elegante de la soledad.
“Pueblo” puede sonar áspero, pero es una palabra que abre una puerta: la puerta de lo común. La ilusión libertaria ofrece libertad como retiro: “sálvese quien pueda, pero con dignidad”. El pueblo ofrece libertad como vínculo: “nadie se salva solo”.
Entre “gente” y “pueblo” no hay apenas una diferencia semántica: hay dos modelos de sociedad. Uno convierte el mundo en una competencia de individuos que se administran el miedo. El otro apuesta —con todas sus dificultades— a que la vida se vuelve más humana cuando se comparte, se organiza y se disputa.
Y quizá la crítica más profunda a la ilusión libertaria sea esta: promete liberarnos de las mediaciones, pero termina liberándonos, sobre todo, de los otros. Y sin los otros, lo único que queda no es la libertad: es la intemperie.


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